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Las vuvuzelas

– ¡Isabel, anda, cuéntale a la abuela lo que me decías antes de las vuvuzelas! – la madre no podía disimular su orgullo- ¡corre, cuéntaselo!

Isabelita, contaba su madre, con sus doce añitos ya sabía leer y escribir a la perfección. Cuando la madre decía a la perfección lo matizaba siempre después -¡ya lee hasta Kant!-. La madre era licenciada en filosofía, había tenido muchos amantes, todos ellos buenos amantes y que la habían querido, pero nunca se sintió enamorada de ninguno, quizás porque como ella decía, sus sentimientos eran tan puros que no podían mantenerse en el tiempo, ya que en el momento en que tenían que vérselas con el lenguaje y el mundo de los significados, se desvanecían como sal en el mar, dejándola sola delante de un mundo tan previsible que la asfixiaba. Finalmente, con el paso de los años, quiso tener un hijo y recurrió a la inseminación artificial. El semen que la fecundó y que puso en marcha el proceso que acabaría dando forma a Isabelita provenía sin duda ninguna de un donante superdotado al menos mentalmente, pues las aptitudes de la niña eran a todas luces descomunales. Todo el vecindario de Arganzuela la conocía, ganaba todos los certámenes de matemáticas y ajedrez, y participaba activamente en las tertulias de los mayores, aportando en muchas ocasiones datos y una envidiable erudición y elegancia a la hora de desenvolverse en la conversación.

La abuela, que no se enteraba ya de mucho, miraba a la nieta expectante desde su mullido silloncito de terciopelo, que cubría de trapitos no se sabe muy bien por qué razón. De vez en cuando soltaba un eructito, debido a que tenía averiadas ya varias válvulas del sistema digestivo, y para qué engañarnos, la mujer estaba en las últimas, hecho que no le pasó desapercibido a la pequeña Isabelita y que la llevó a devorar multitud de libros que hablaban de la muerte, o sea libros de filosofía, que tenía su madre en el salón. Su estudio en Filosofía, o sea en hablar de la muerte, no tenía fin desde entonces.
– Abuelita, hoy he descubierto que las vuvuzelas son un objeto impuesto por una mente superior. – Dijo Isabelita y se calló. La madre se acercó y empezó a apretarle la goma de una de las trenzas rubias que tenía la niña. – Pero cuéntale todo, Isabel, ¡cuéntaselo todo!- La abuela eructó mientras miraba expectante, sin dar muestras claras de qué es lo que la mantenía expectante, pues aunque la niña parase de hablar su rostro permanecía impasible, independientemente de lo que aconteciese a su alrededor. La abuela, como decía Isabel, era ella sin sus circunstancias, fenómeno que a Isabelita le llamaba mucho la atención y que la llevaba a pasar tardes enteras con la abuela, investigando su campo sensorial y su alcance cognitivo.
– Las vuvuzelas están impuestas desde fuera abuelita. Antes no había vuvuzelas, solo las mentes despiertas saben que antes no había tal cosa, y de alguna manera, estas mentes privilegiadas, sospechan de que han sido impuestas. El problema, abuela, es que han sido impuestas de tal manera que no quedan pruebas de que hayan sido impuestas. Primero las graban en falsos recuerdos de las conciencias más débiles, que ya creen haber oído hablar siempre de vuvuzelas a lo largo de su vida y no les extraña verse en fotos de pequeños con vuvuzelas. Y después, fíjate si esta mente superior es malvada y poderosa, abuela, ha incluido la vuvuzela en los diccionarios y en páginas de internet, en enciclopedias, en películas, en personajes famosos… ahora veremos en las películas a Braveheart tocando la vuvuzela, y en los libros de texto estudiaremos que Pizarro invadió el Perú a golpe de vuvuzela… ¿lo ves abuelita?
En ese momento la abuela comenzó a mover la cabeza, levantando un poco la barbilla, soltó un pequeño eructo y habló, para sorpresa de Isabel y su madre, con una voz grave y viril, produciendo un terror visceral en las dos:
– Yo no soy tu abuela. Soy el Dios creador. Yo incluyo las vuvuzelas. Y elimino divergencias como tú, pequeño monstruo… pero tu eres una divergencia especial…-
La abuela se levantó de un salto, y dejó al descubierto debajo de su faldita unas monstruosas patas peludas de cabrón negro, la madre y la hija no podían gritar del terror que sentían, la situación era tan inesperada como inverosímil. La criatura, pues ya no era la abuela lo que tenían delante, mostró al dar sus primeros pasos de cabra un desproporcionado miembro viril negro, cubierto de bello lanudo y con algunas calvicies que mostraban una carne estriada y que pendulaba insultante en todas direcciones. Se lo agarró de pronto con las dos manos fuertemente, y apuntando con el pene hacia la madre de Isabel, estiró su cuerpecillo mientras aumentaba de tamaño, transformándose en una cabra erguida que tenía que agachar la cabeza para no destrozar el techo del salón.
La madre y la hija se abrazaban llorando contra la pared, mientras el cabrón negro, víctima de extraños espasmos, se agarraba el miembro que apuntaba sin duda hacia la madre de Isabel.
– ¿Lo recuerdas ahora? – Dijo en una terrible voz gutural que más bien podía ser el sonido de un movimiento sísmico. – ¡lo recuerdas, claro que sí! – gritaba con alegría al ver el cambio en el rostro de la madre.
El monstruo caminó hacia las mujeres asustadas, parando a apenas un metro escaso de ellas.
– Soy tu Padre, niña, y tú eres mi hija, pues estaba escrito que “será la hija de Dios quien resuelva el enigma, y será ella quien descubra la pantomima de las vuvuzelas”.
– ¡Eres tú, cabroncete! – la madre corrió emocionada a abrazarle, y la niña, viendo que todo lo que había era el amor de unos seres maravillosos que se querían, se emocionó y corrió también a abrazarles a los dos – ¡papá! – sollozaba apretando su carita contra la peluda pata de su padre.
Y así, Padre, Madre e Hija, desaparecieron del mundo de los mortales sin dejar rastro ninguno, nadie los había conocido jamás, y no figuraban en ningún registro. Al igual que las vuvuzelas hacía unos pocos días, tampoco habían existido jamás.

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